Metro de Madrid,
Línea 6. Jueves, 21h45m.
Las cabezas de los viajeros van fijas en la lectura, en los zapatos, en los cristales, en ninguna parte. El tren disminuye la velocidad hasta detenerse. Oporto.
Algunas cabezas se alzan perezosamente para corroborar que no, todavía no han llegado a su estación. Otras se giran con curiosidad hacia el muchacho que acaba de entrar y que, vestido con un chándal negro, se dirige hacia los ocupantes del vagón.
- Buenas noches, señores -tiene buena voz, va aseado, sonríe-, disculpen la interrupción. Quizá piensen que estoy loco, pero no me importa. Vengo a traerles un mensaje muy importante.
Las cejas se levantan a pares ¿será ese teatro mágico del metro?.
- Hace 2.000 años Dios vino a la Tierra, y ahora va a volver y a levantar a los que le han seguido. Estoy aquí para deciros que tenéis que buscarle, y cuando le encontréis, arrodillaos ante él y decidle: "Señor, aquí estoy, por ti estoy dispuesto a todo".
Al final de su discurso, el chico guarda silencio y se retira junto a una de las puertas del vagón. Algunos se le quedan mirando. El único comentario se oye de un chico cubierto de tatuajes que dice, sin levantar la vista de su libro:
- Cómo están las cabezas... cómo están las cabezas...
El tren para de nuevo. Opañel.
Del fondo, desde un discreto extremo del vagón, empieza a oírse una voz muy distinta.
- Señores, señoras, disculpen, una moneda por favor. Señores, señoras, disculpen, una moneda por favor. Señores, señoras, disculpen, una moneda por favor...
Repite la frase una y otra vez, como en una letanía arrastrada, rítmica. Ofrece la mano abierta como un cuenco desde un brazo retorcido por la enfermedad. Las cabezas se levantan de nuevo y las miradas van alternativamente de uno a otro. Del recién llegado al profeta del chándal.
Éste abandona su posición junto a la puerta y se coloca en medio del pasillo, a su encuentro. Cuando el hombre llega a su altura, el chico le coloca una mano en el hombro. El vagón contiene la respiración.
- Disculpe, una moneda por favor - repite el hombre.
- No tengo monedas, no tengo dinero, pero puedo decirte que Jesús te ama.
El hombre le mira apenas unos instantes, se gira lentamente y sigue su camino.
- Señores, señoras, disculpen, una moneda por favor...
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