Bajo la bóveda de piedra
Al llegar a la Plaza de la Independencia, mi percepción de la lluvia había rebasado ese punto en que aún te concierne, en que piensas: «tendré que guarecerme en un portal, coger el metro o entrar en un café». Consideraba el agua como un elemento atmosférico independiente de mí, aunque capaz de provocar emociones y propósitos imprevisibles. Aguzaba mi alerta para registrarlos, eso desde luego, pero me daba igual estar como una sopa. (...)
Crucé corriendo el centro de la plaza, en un arranque de envite al riesgo, sorteando ágilmente coches que se vieron obligados a frenar o hacer un esguince, y me resguardé bajo el arco central de la Puerta de Alcalá, coronada en lo alto por cuatro angelitos sentados que custodian la memoria de Carlos III, ensalzada en leyenda romana. El que queda más cerca de Serrano se está mirando al espejo, o tal vez complaciéndose en ver cómo su superficie ovalada refleja los residuos de bien que aún floten esparcidos por el mundo; porque no solamente —pensé— van a ser los diablos quienes gocen el privilegio de congregar el mal en sus oscuros azogues, como imaginó Andersen. Y se me ocurrió también pensar, azotado por el viento bajo la bóveda de piedra, que si a ese ángel blanco sentado encima de mí en postura un tanto inestable el aire furioso le arrancaba el espejo de las manos y éste venía a hacerse añicos a mis pies, bien pudiera una partícula impalpable de bien fragmentado metérseme por el ojo y bajar a luchar con su enemigo, el otro cristalito que me heló el corazón un día ya lejano, y lo volvió insensible; y tal vez consiguiera desplazarlo, liberar a mi alma atenazada y abrirle cauce al llanto retenido. ¡Aleluya, por fin, Hosanna en las alturas! Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados. De repente, con la ingenuidad del niño que dibujara antaño a Gerda y Kay rodeados de flores color malva, veía aquella lucha del bien contra el mal en imágenes de cómic, cuyos recuadros se sucedían por dentro de mis vísceras. (...)
Mientras contemplaba los edificios que ahora rodean este islote urbano, las frondas oscuras del Retiro y los coches veloces de cuyo interior surgía a veces el dardo de una mirada clavada en mi figura como en una aparición estrafalaria, recordaba también al unísono con una nitidez despojada de estridencias un viejo grabado que había en la Quinta Blanca, donde este paraje se ofrece a la vista como un hito solemne y terminal, limítrofe con unos arrabales que no existen siquiera todavía. Cuando Madrid era un poblachón sin luz eléctrica ni alcantarillado.
A mi padre le interesaba mucho el siglo XVIII y hablaba con encomio de los ministros ilustrados de Carlos III, durante cuyo reinado se iniciaron en Madrid tantas reformas arquitectónicas. De pequeño, me lo explicaba algunas veces, trataba de hacerme entender la importancia de aquellos primeros adelantos, los tímidos conatos por dejarse de guerras y empezar a vivir mejor en el propio país, adornarlo un poco, dotarlo de comodidades. En ese tiempo, que ya nunca se evoca, se erigió este arco bajo el cual ya nunca se pasa, que ni siquiera puede servir de guarida provisional a un ciudadano empapado sin exponerse a que lo miren con escándalo. Hueco abierto de par en par al vacío, la Puerta de Alcalá, armonioso recordatorio de piedra que un día, sin necesidad de apelar a cerrojo alguno, insinuó los linderos entre lo de afuera y lo de dentro, metáfora, acertijo, disparate, puerta que no se hizo para llave y que nunca se cierra; éste es mi refugio momentáneo, abuela, mi isla oculta a los ojos de quienes me hacen señas equívocas, escondite fugaz de las garras del tiempo. Porque ahora —con la pequeña diferencia de que yo me incluía como un bulto minúsculo en el escenario vacío—, la Puerta de Alcalá volvía a ser la del grabado aquel que mi padre me enseñaba de niño: por aquí se sale de una ciudad transitada por carruajes. Alguno pasa rozándome y tengo que apartarme contra la pared de piedra, resuenan las ruedas y los cascos de los caballos sobre las losas desiguales, camino de Alcalá de Henares.
—¡Por allí, en esa dirección! —grité exaltado, señalando con el brazo derecho hacia la estatua del Espartero, que en aquel tiempo, claro, no existía, como tampoco ningún militar del XIX de los que vinieron a armar una tremolina tras otra y cuyos apellidos invaden las calles de Madrid. Tenía por las bridas los carros del pasado y del presente, los podía acompasar a placer.
Y me imaginaba los actuales accesos al Aeropuerto de Barajas, el poblado americano de Torrejón de Ardoz, los tesos y merenderos cercanos al río Jarama, camino de una ciudad con soportales y fachadas platerescas, la Universidad más antigua de España, la cuna de Cervantes, no se muera vuesamerced sin que otras armas le maten más que las de la melancolía. Todo menos morirse. (...)
Al cabo de un rato, cuando amainaron la lluvia y el viento, abandoné mi isla provisional, dispuesto a coger el primer autobús que pasara.
Carmen Martín-Gaite, La Reina de las Nieves.
Créditos | El autor de la fotografía de la Puerta de Alcalá es Jordi de Dios
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